El silencio como forma de hablar
Vivimos hiperconectados, pero nunca fue tan fácil desaparecer. Un mensaje leído, una respuesta que no llega, una historia vista sin devolución. El silencio ya no es ausencia: es una forma de lenguaje. Un gesto mínimo —un “visto”, un doble tilde, un chat que queda congelado— puede desatar angustia, deseo, furia o culpa. No hace falta bloquear a nadie para borrarlo: basta con no responder.
Así se escribe hoy una de las formas más comunes del desencuentro amoroso y social: el ghosteo.
Y, sin embargo, detrás de ese aparente desinterés, algo se revela de nuestra época: el modo en que amamos, nos agotamos y huimos.
¿Qué se juega ahí? ¿Por qué duele tanto que alguien no responda?
El filósofo frances Roland Barthes en "Fragmento de un discurso amoroso" observa que la ausencia del otro puede ser más elocuente que su presencia: “no recibir respuesta es, en sí, una respuesta”.
Cuando alguien ignora un mensaje, el receptor no queda libre: entra en un escenario de interpretación febril. El ausente se puebla de adjetivos, motivos y razones; la imaginación se activa y construye una narrativa —traición, desinterés, juego— que reemplaza a la palabra verdadera. El silencio se vuelve texto.
En el entorno digital, esa ausencia adquiere visibilidad técnica (visto, hora de conexión, historias publicadas).
Ya no es la desaparición del otro en la ciudad, sino una evidencia tangible. Por eso hiere: porque obliga a sostener una incertidumbre visible, expuesta, pública.
Byung-Chul Han, pensador coreano contemporáneo, describe nuestra época como una era dominada por la “positividad” productiva. Es decir, una época donde ya nadie necesita imponernos nada: somos nosotros quienes nos exigimos sin descanso. Buscamos rendir, comunicar, mostrar. Estar siempre disponibles, siempre actualizados, siempre “bien”. Y en esa carrera por sostener la positividad —esa sonrisa funcional que no se apaga nunca— el cansancio se vuelve invisible. No hay un jefe que oprima, sino una voz interior que no permite detenerse. Tal vez por eso, cuando algo duele o nos excede, no discutimos: nos retiramos.
Desaparecer se volvió una forma de descansar, de poner límite sin confrontar, de escapar de una comunicación que ya no deja respirar.
El ghosteo puede leerse, entonces, como reacción y síntoma: reacción ante la asfixia de la demanda constante; síntoma de sujetos que ya no toleran la exposición. No siempre es un cálculo cruel, muchas veces es evitación. Una forma de no implicarse para no colapsar.
La sociedad del rendimiento produce cansancios que separan, y ese cansancio erosiona la paciencia del lazo.
Adhesividad y expulsión son dos caras de la misma incapacidad relacional
Nos pegamos a los otros sin darnos cuenta. Nos mezclamos con sus historias, sus gestos, sus silencios. Y cuando algo se rompe, la separación suele ser brusca, casi física. El ghosteo es eso: un tirón repentino que arranca lo que estaba demasiado pegado. Para quien queda del otro lado, el vacío se vuelve insoportable —espera, relee, imagina, busca señales donde ya no las hay—. Para quien se va, en cambio, el silencio aparece como un modo rápido, casi piadoso, de salir sin explicar. Pero esa salida, aunque parezca indolora, deja marcas.El conflicto no desaparece: solo cambia de forma. La violencia sigue ahí, escondida en la quietud de la pantalla.
Según Barthes el amante no es simplemente quien ama, sino quien habla desde la espera, quien vive en estado de vulnerabilidad frente a un otro que puede aparecer o desaparecer en cualquier momento. El amante, para Barthes, es un sujeto suspendido: su vida está entre paréntesis, pendiente de una respuesta, de un signo, de una palabra que tal vez nunca llegue. No se trata del amor como idilio, sino del amor como discurso: una escena donde el sujeto queda capturado por el deseo de ser escuchado.
Han, en cambio, describe un tiempo donde ya no se espera nada, porque el exceso de comunicación y estímulos empuja a pasar de un vínculo a otro sin pausa. Donde Barthes veía un sujeto expectante, Han ve un sujeto exhausto. La espera produce al amante; la saturación, al fugitivo.
El resultado es paradójico: vivimos rodeados de personas que quieren vincularse intensamente, pero no soportan las condiciones del vínculo. Amantes que se pegan rápido —porque temen no sentir— y que desaparecen sin palabra —porque temen quedar atrapados—. El ghosteo, en ese sentido, es la forma digital de un gesto antiguo: retirarse sin duelo, antes de que el otro alcance a reclamar una explicación.
La lógica actual empuja a dos trampas: la expectativa de disponibilidad inmediata y la posibilidad —tentadora— de abandonar sin pasar por la palabra. Entre ambas, ¿dónde queda la responsabilidad?
Quizás la salida esté en revalorizar la pausa con nombre. No todo silencio es agresión.
Reconocer -y decir- que uno necesita espacio desactiva la escena fantasmática del abandono. Decir “no puedo responder ahora” o “necesito distancia” puede parecer banal, pero es un acto de cuidado.
También implica aprender a detenerse sin huir. Han reivindica la potencia del “no-hacer”, del descanso como resistencia al rendimiento. Barthes nos recuerda que hablar del silencio ya es un modo de transformarlo. Nombrar la distancia —hacerla palabra— es lo que nos permite sostener el lazo sin devorarnos.
Imaginemos la escena: dos personas frente a un teléfono.
Una mira, espera; la otra apaga la pantalla y respira.
No es maldad lo que hay en ese gesto. Puede ser cansancio, pánico o desborde.
Pero mientras el que apaga no nombre su silencio, el que mira escribirá una autobiografía entera sobre esa ausencia.
Barthes y Han coinciden en algo simple: hablar del silencio es la única forma de que deje de doler como vacío.