El arte perdido de aburrirse
Cuando era chico me aburría seguido. Me aburría como un hongo y buscaba a mi mamá para que hiciera algo con eso que me pasaba.
“Mamá, estoy aburrido”, le decía, esperando que me propusiera un juego, una idea, una distracción. Ella, sin levantar la vista, me respondía: “Bueno, aburrite más lejos.”
Había en esa frase una pedagogía silenciosa. Nadie lo llamaba así, pero era un modo de decirme: no todo se resuelve con estímulo. A veces hay que quedarse ahí, quieto, incómodo, sin que nadie venga a salvarte del tedio.
Otras veces me decía: “andá a la esquina a ver si llueve”. Una frase absurda, un mandato sin propósito. Y, sin embargo, había en ese sinsentido una enseñanza secreta: moverse sin saber para qué. Caminar no para llegar, sino para dejar que el tiempo pase por uno. El aburrimiento era eso: un pequeño desplazamiento que abría un mundo, un intervalo donde algo —todavía sin nombre— podía empezar a aparecer.
Hoy parece que el aburrimiento desapareció. No porque ya no exista, sino porque no le damos tiempo para nacer. Apenas asoma, lo aplastamos con una pantalla. No lo toleramos ni un segundo: desbloqueamos, deslizamos, cambiamos.
Vivimos en modo multitarea, siempre haciendo algo más mientras hacemos otra cosa.
Comemos mirando videos, hablamos respondiendo mensajes, caminamos escuchando podcasts sobre cómo ser más productivos. Creemos que aprovechamos el tiempo, pero lo que hacemos es vaciarlo. El multitasking es el arte de no estar nunca del todo en nada. Esto, naturalmente, trae consecuencias.
Un reciente informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA) reveló que uno de cada cuatro argentinos presenta síntomas de ansiedad y depresión, la cifra más alta registrada en dos década. Esa cifra resuena con fuerza en el contexto del multitasking y la hiperconexión: mientras el hacer no frena, la mente no encuentra pausa. No se trata solo de saltar de pantalla en pantalla, de cambiar de ventana en ventana. Se trata de un estado donde la espera —esa que antes tenía nombre: aburrimiento— ya no se tolera. Porque ya no hay tiempo para detenerse, y esa imposibilidad vuelve a la ansiedad más palpable que antes.
El multitasking produce un presente continuo, sin pausas ni márgenes. En esa linealidad acelerada, la experiencia se vuelve imposible: no hay intervalo entre un hecho y otro, no hay demora que permita narrar. La ansiedad, en este sentido, es la forma moderna del apuro: un intento desesperado por no quedarse fuera de nada, aunque eso implique no habitar nada del todo.
Walter Benjamin en su ensayo el narrador compara al narrador tradicional —aquel que contaba historias transmitidas de generación en generación— con el sujeto moderno, que ya no sabe narrar porque ya no tiene experiencias que valga la pena transmitir.
El mundo moderno, dice, se volvió un mundo de información inmediata, de vivencias, que envejece en el instante en que se pronuncia.
Para Benjamin la experiencia auténtica necesita tiempo —tiempo muerto, tiempo sin productividad— para poder decantar. Sin aburrimiento no hay historias. Solo cuando el sujeto puede detenerse, quedarse en silencio, aburrirse, algo del sentido se cocina a fuego lento y se vuelve transmisible: “El aburrimiento es el ave de sueño que incuba el huevo de la experiencia” decía.
La vivencia es inmediata, fugaz, fragmentaria. La experiencia, en cambio, requiere elaboración, tiempo, memoria. Y en la modernidad —dice Benjamin— todo se volvió vivencia. Vivimos muchas cosas, pero no las experimentamos.
No se trata de romantizar la inacción ni de negar el vértigo de esta época.
Se trata, quizás, de recuperar la capacidad de detenerse, aunque sea un instante, sin pedirle sentido a todo. Volver a aburrirse no como un problema, sino como un gesto de resistencia.
Cuando pienso en esas tardes de mi infancia, me doy cuenta de que mi madre, sin saberlo, me enseñó algo importante. No era indiferencia, era confianza. Con su “andá a la esquina a ver si llueve” me estaba diciendo: inventate algo. Y tal vez ahí, en ese gesto tan simple, se escondía una forma de libertad. Porque aburrirse, al fin y al cabo, no era perder el tiempo. Era empezar a tener uno propio.