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Del aula al abismo

Actualidad hace 2 días

La cultura del rendimiento

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En la facultad hay un aula -o varias- donde el aire pesa más que las palabras. Se respira una mezcla extraña de esfuerzo y miedo. Cada examen, cada parcial, cada entrega se vive como una escena de juicio.

Los estudiantes se sientan en fila, en silencio, y esperan que alguien les diga si son lo bastante buenos, si merecen seguir, si valen la nota. En la primera fila, un estudiante calla. No es desinterés, es exceso de atención. Sabe que una pregunta mal entendida puede convertirse en una humillación pública. Sabe también que hay docentes que no enseñan, sino que prueban su poder. Y que una ironía, una mirada, un suspiro puede pesar más que cualquier calificación.

El maltrato, en la universidad, no siempre grita. A veces corrige con desdén, a veces “exige” con crueldad. Se justifica en nombre del rigor, pero detrás late otra cosa: una cultura donde el saber se usa como control.

Hace poco, una noticia conmovió a toda una comunidad universitaria. Un estudiante cayó desde el segundo piso de una facultad. Lo que siguió no fue sólo dolor, sino una serie de testimonios que hablaban de miedo, de burlas, de profesores que confunden la diferencia con incapacidad. Como si no hubiera lugar para el que aprende de otro modo, para el que no responde al ritmo común.

Gabriel Lombardi lo advierte: la escuela y la universidad no son sólo espacios de aprendizaje. Son dispositivos de control, donde la libertad se administra, el tiempo se mide y el deseo se corrige. El aula -muchas veces- se convierte en una máquina que clasifica y jerarquiza, donde la singularidad del sujeto se ajusta o se desecha. Y cuando alguien no entra en esa norma —porque siente distinto, porque necesita más tiempo, porque no responde al ritmo—, el sistema no se pregunta cómo incluirlo: lo deja caer.

Detrás de ese maltrato no hay solo crueldad individual: hay una cultura entera del rendimiento. Jacques-Alain Miller hablaba del imperativo de goce, ese mandato contemporáneo que reemplaza las viejas prohibiciones por una exigencia constante de “dar más”, “poder más”, “rendir más”. El sujeto ya no se enfrenta a un límite externo —una autoridad, una ley—, sino a una voz interna que le ordena: ¡Tenés que poder! En la universidad, esa voz se multiplica: en el aula, en las redes, en los pasillos donde se miden los promedios y se acumulan títulos como medallas invisibles.

Los docentes también están atrapados en esa lógica. Saben que sus evaluaciones son observadas, que su productividad se mide en papers y porcentajes, que su prestigio depende de un número o de un ranking. Y a veces, sin darse cuenta, reproducen sobre sus alumnos el mismo mandato que los aplasta a ellos.

Es un círculo perfecto de exigencia. El sistema presiona al docente, el docente al estudiante, el estudiante a sí mismo. Y en esa cadena, el sufrimiento no encuentra lugar. No hay espacio para la vacilación, ni para el error, ni para la fragilidad. Y sin embargo, es justamente ahí —en ese borde, en ese temblor— donde el aprendizaje empieza a tener sentido.

El psicoanálisis enseña que el deseo no nace del ideal, sino del límite. Que no se aprende bajo amenaza, sino cuando algo del no saber puede sostenerse sin vergüenza. Un aula viva no es la que produce más egresados, sino la que aloja al que no puede, al que duda, al que tarda. Donde un silencio no es castigo, sino espera. Donde el saber no pesa, sino acompaña.

Y quizás el gesto más subversivo hoy —en una época que mide todo— sea ese: crear un espacio donde aprender no sea rendir, sino existir.

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